Por Epicteto
Desde la ventana en que me encuentro, veo pasar una procesión de obreros sin pan y sin abrigo. Pasean su alma y su rebeldía por las calles, porque la violencia de la represión está cerca. Piden justicia, esa que no existe en esta ciudad embellecida por sus montañas y sus increíbles rincones de ensueño. Llevan carteles, cantan un himno, parecen fieras. La gente aplaude y abandona el lugar. Cascos y escudos de combate, no permiten que la procesión de los sin voz llegue a la meta trazada. La plaza del protomártir está cercada por una muralla humana vestida de color olivo. Ellos, los sin voz, volverán a peregrinar en busca del pan de cada día.
Las sombras se precipitan sobre las calles invernales. Hay ausencia de voces en el prado flanqueado por arboledas centenarias. Ya no están las hermosas muchachas, ni se escuchan diálogos entre preclaros intelectuales. La inseguridad ciudadana ahuyenta a todos, porque el miedo caracteriza los días y las noches en esta ciudad que fue cuna de rebeldía, linaje de sociedad y estirpe familiar.
Cerca a la vivienda de familia cultivada, la calle se ilumina con la luz de una mirada femenina. Es la imagen de quien fue elegante, fina y bonita moza en nuestras labores cotidianas. Su figura se confunde y desaparece por segundos entre la multitud que desfigura su gallardo porte. Parece que el tiempo la hizo señora sin indicios de cintura, pero con mucha ternura en los ojos, síntesis de recuerdos a los que el tiempo cubrió de otoño.
La humedad del césped luce su verde exquisitez y me acerca a mis años juveniles, cuando me detenía en una esquina en nocturnal otoño, presto a recobrar fuerzas decaídas tras mis labores entre papeles, plomo fundido y rumor de teclas, más tarde impresas con las noticias del día. ¿Volverán esos días?
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